Aunque en
esos primeros cinco años de escuela me comporté como un niño agresivo y
dictador, de esos que no disimulan su inmoderado afán depredatorio, también fui
uno de los niños más religiosos y que leía con más fervor la biblia, sin que me
pareciera entonces ninguna paradoja. La asignatura de religión era casi la
única en la que no me aburría ni me comportaba como un revientaclases, porque
en ella existía un personaje que se convirtió en el verdadero Capitán Trueno de
mi infancia, un hombre al que yo leía como si fuera un héroe de cómic. Ese
hombre era Jesucristo.
Sin
embargo, ya desde el primer momento las monjas de Larrondo advirtieron que yo
no me leía la biblia como un texto sagrado y por tanto infalible, sino que le
hallaba contradicciones o puntos poco claros. Recuerdo, a propósito del milagro
de los panes y los peces, y acordándome de la insistencia de las monjas para
que termináramos los platos a la hora de comer, la cara de pastaflora que se le
quedó a la hermana Jacinta cuando levanté mi mano de niño redicho y sabiondo y
le pregunté:
–¿Por qué
sobran doce cestas de panes y peces?
–¿Cómo?
–Que no
entiendo por qué la muchedumbre no se comió todos los panes y los peces que
multiplicó Jesucristo. ¿En aquella época no había que terminar toda la comida?
Pero no
acababan ahí mis dudas sobre los textos bíblicos. Ya desde la primera lectura,
me indignaba la falta de fe de los hebreos ante un Dios que había realizado
tantos prodigios por ellos. ¿Cómo era posible que Yahvé hiciera esos milagros
tremendos de parar el sol, arrojar las diez plagas contra Egipto o abrir las
aguas del Mar Rojo, y los hebreos, en lugar de postrarse y jurarle eterno
agradecimiento, estuvieran siempre quejándose, blasfemando o adorando a otros
ídolos? ¿Cómo era posible que Jesucristo hiciera a la luz del día nada menos
que 39 milagros, algunos de ellos presenciados por miles de personas, y los judíos
y los romanos, en lugar de darle las llaves de Judea y las del mismo Imperio
Romano, se dedicaran a estorbar, murmurar contra él, perseguirlo y hasta
crucificarlo?
Me
hallaba yo en pleno fervor religioso cuando en 5º de EGB, con diez años, la
hermana Irene nos encomendó realizar una redacción sobre la hermana Esperanza,
que había fallecido unos meses antes. Esperanza Alhama era una monja murciana
que había fundado la orden Esclavas del Amor Misericordioso, a la que
pertenecían las monjas de mi colegio, y se había hecho muy célebre sobre todo
en Italia, donde había fundado un santuario que socorría a los enfermos y
necesitados.
–Quiero
que vayáis a vuestra casa o adonde vuestros amigos o conocidos –nos dijo la
hermana Irene– y preguntéis lo que saben sobre la hermana Esperanza.
Yo fui a
casa, pregunté y descubrí que mi madre se acordaba de algunas cosas, pero la
que sabía muchísimo era sobre todo Raquel, mi hermana mayor, que había estado
de interna en mi colegio y hasta había hecho la comunión vestida de monja.
Raquel me contó hechos asombrosos: la hermana Esperanza tenía el don de leer
las almas y estar físicamente en dos lugares a la vez. Hablaba todos los días
con Jesucristo por línea directa y como si fuera un amigo de toda la vida.
Aparte de eso, resucitó a un hombre, curó a varios enfermos terminales y, en
las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, se dedicó a multiplicar los
alimentos de tal forma que con una sola olla de legumbres y hortalizas
conseguía alimentar cada día a 3000 italianos. Su gran adversario era el
demonio, que la había declarado su enemiga número uno, porque desde que la
hermana Esperanza se hallaba en la tierra ya no entraba tanta clientela en el
infierno. El demonio la atacaba de continuo arrojándole piedras, poniéndole
zancadillas o dándole puñetazos a traición, todo esto de forma invisible, pero
la hermana Esperanza no solo no se arredraba sino que trataba a Satanás como
simple gentucilla.
–Ah
–añadió– y tenía tres estigmas en el cuerpo que le avisaban de grandes
catástrofes o asesinatos.
–¿Qué es
un estigma? –pregunté yo.
–Son
marcas que la hermana Esperanza llevaba en el cuerpo de nacimiento. Horas antes
de que sucediera algo malo, como las bombas atómicas o la muerte de Kennedy o
el atentado contra el Papa, ella se ponía a sangrar por esas tres marcas.
Con toda
esta información que me dio mi hermana, titulé mi redacción “Milagros de la
hermana Esperanza” y me presenté en el colegio más contento que un kilo de
mandarinas, pensando que iba a arrasar con todo aquel tipo de revelaciones,
aunque lo cierto es que me era incómodo pensar que los poderes de aquella monja
mágica podían rivalizar con los del mismo Jesucristo. Sin embargo, al día
siguiente de entregar esta redacción, la hermana Irene me llamó al despacho.
Que te llamaran al despacho nunca era una buena noticia, y cuando me presenté
la monja me esperaba con mi redacción encima de la mesa.
–Vamos a
ver, Alberto –comenzó la hermana Irene–, sé que tienes mucha fantasía, pero no
me puedo creer que te hayas podido inventar todo lo de esta redacción.
–No –le
dije yo–. Me lo contó mi hermana mayor. Alguna que otra cosa me la dijo mi
madre, pero la mayoría mi hermana Raquel.
Entonces
la hermana Irene me dio una charla. Que estaba harta. Que no sabía de dónde
salían todas esas historias. Que ella había conocido en persona a la hermana
Esperanza y que no había hecho ninguno de los milagros que le atribuía mi
redacción. Que todos esos supuestos milagros perjudicaban a la iglesia porque
la gente daba por hecho que ser bueno y hacer el bien estaba solo al alcance de
las monjas, los curas y los santos. Que no era así. Que hiciera el favor de
decirle a mi madre y a mi hermana mayor que todo aquello era mentira, porque lo
malo de esas falsas historias era que no había manera de pararlas una vez
empezadas. Y terminó así:
–Los
únicos milagros que hizo la hermana Esperanza fueron los de su abnegación y
caridad sostenida en favor de los enfermos y necesitados. Y tú también puedes
hacer ese tipo de milagros cuando quieras.
Salí del
despacho planchado y a partir de ahí empecé a darle muchas vueltas al asunto de
los milagros. Recordé que en la ermita de San Miguel en Lauros dio misa un cura
muy querido al que yo no conocí, Mikel Zarate Lejarraga, del que a su muerte en
1979 comenzaron a circular los rumores más diversos: que si lo habían visto
subiendo al monte, que si había ordeñado las vacas de un aldeano, que si le
habían visto rezando en un pajar… Y recordé que cuando llegó a Lauros el
escritor J. J. Benítez para entrevistar a Juana, que sostenía haber visto un
ovni, hubo otros laurotarras que protestaron y empezaron a decir que ellos
también habían visto ovnis pero no habían dicho nada “para no llamar la
atención”, asunto este que llegó a tanto que a mi padre le dio por la chacota:
–A ver si
el único que se ha quedado sin ver un ovni en Lauros he sido yo.
Asediado
por las dudas, decidí hacer un experimento con la biblia y leerla sin los
milagros. Descubrí que sin ellos la biblia empezaba a clarificarse. De pronto
comencé a solidarizarme con los hebreos, a quienes de benjamín tanto detestaba:
¡cómo no iban a murmurar contra Dios y Moisés, que los sacaron de Egipto, donde
al menos tenían comida, si los habían llevado a una “tierra prometida” que no
era más que un desierto ocupado además por otros pueblos! ¡Cómo no iba
Jesucristo a encontrar opositores y desatar el miedo entre las autoridades, si
se presentó con toda la idea en Jerusalén montado en un burro, cumpliendo las
profecías y dando a entender a las autoridades judías y romanas que era el mesías!
Y ya tirando del hilo, resolví la que me parecía la trampa fundamental de la
biblia, en cuyos textos los contemporáneos de cada época siempre están
quejándose de que “ahora no suceden milagros”, lo que achacan siempre a la
“falta de fe”. ¡Claro que ahora no suceden milagros, lo mismo que en todos los
tiempos! ¡Los milagros suceden muchos años después de que hayan muerto las
personas que supuestamente los cometieron, y escritos por personas que nunca
las conocieron!
Sin
embargo, treinta años después de aquella redacción que me valió la reprimenda
de la hermana Irene, en 2014, el Vaticano beatificaba a la hermana Esperanza,
ahora llamada “Madre Esperanza de Jesús”, al dar crédito a uno de sus milagros,
el de una niña que se había curado bebiendo agua de su manantial italiano de
Collevalenza. Y dos años después, como confirmación de que las historias que me
contaron mi madre y mi hermana Raquel estaban mucho más extendidas de lo que
pensaba la hermana Irene, en el programa de casos paranormales Cuarto
Milenio, Iker Jiménez entrevistó a un tipo que, sin haber conocido de nada
a la hermana Esperanza, había escrito ¡un libro entero! con todos los milagros
de la monja murciana, aportando documentos y dándoles crédito a todos ellos.
Pero yo
no les doy crédito. Me parecen una tomadura de pelo. Solo pensar que el
mismísimo Satanás es un hombrecillo de tan poco poder que, en lugar de lanzarle
un rayo a la hermana Esperanza para que dejara de “quitarle la clientela”,
tenía que recurrir a ponerle zancadillas, tirarle piedras o darle puñetazos a
escondidas, causándole tan pocos estragos que la monja murió en la cama a la
edad de 89 años, me mueve a la risa. Pensar además que la mayoría de los
testigos presenciales de estos milagros proceden de zonas rurales como Lauros,
que por propia experiencia sé que están dispuestos a jurar que han visto todos
los ovnis que hagan falta, consigue cerrarme el círculo. Esos supuestos
milagros fueron uno de los motivos por el que a los catorce años dejé de acudir
a las misas de la ermita de San Miguel y dejé de ser cristiano. A Jesucristo lo
he seguido leyendo igual que a Buda o a Sócrates: a veces estoy de acuerdo con
lo que dice, a veces no. Sigo pensando que tanto Jesucristo como la hermana
Esperanza como Mikel Zarate, cada uno en su nivel, debieron ser unas
personalidades impresionantes, tan impresionantes que la gente no pudo resistir
su ausencia sin entregarse a exagerar y falsear el pasado de la manera más
eficaz de todas, que es la de no ser consciente de que lo estás falseando.
Todavía
volví en una ocasión a mi colegio de Larrondo, cuando tenía unos 25 años, para
pedir los planos en marquetería de la Torre Eiffel que construí una vez en la
asignatura de manualidades. Entonces pregunté por la hermana Irene y me dijeron
que se había ido a ayudar a las favelas de Río de Janeiro. Cuando pregunté por
la razón de su marcha, me respondieron con un escueto “allí hacía más falta”.
No pude menos que sentirme más pequeño que nunca, mientras volvía a casa,
cuando pensé en aquella monja honrada que no se había apartado de su línea de
seguir haciendo milagros que estuvieran al alcance de todo el mundo. Milagros
tan al alcance de todos, recordé, que "hasta los podrías hacer tú".